Escabullido en la bisagra de la ventana un retazo
de alma me invita a pasear. Si me nublo y me convierto en noche,
el estado me hará su compañero.
Sentada en el taburete chiquito
Bihué secuenció en tres carillas los
pensamientos. A la primera vuelta de página comprobó que los ojalillos estaban rotos y los ojos se le empastaron de cansancio. Dio vuelta el
taburete y empezó de nuevo (lo de la
media vuelta era por cábala). Siguió enquistada leyendo en las ventanillas de
los trenes, y a la segunda página descubrió
los breteles desatados. Ciertamente, le pareció curioso. Viajar en tren, y a esta hora, y que los ojalillos
estuviesen rotos a pesar de que eran
nuevos, y las tiras se desataran.
Asustada me miraba, no sé si a mí o
a su reflejo en la ventanilla de atrás.
Los vidrios empezaron a empañarse e hicimos
recambio de aire para mantenernos despiertos, para eso abrimos la ventanilla de modo que lo del reflejo vidrioso
se acabó y en cambio se hizo fuerte el
cuadro negro del agujero.
Bajaron todos los pasajeros y
quedamos diseñando verdes mientras Bihué
seguía dando vuelta la página y el taburete.
La máquina empezó a comprimirse al
entrar en el desarmadero. Corpulenta,
pudo contener los ruidos del achaque y creo que el único lamento fue el rostro del taburete
cuando hizo seña de quebrarse.
Bihué y yo nos miramos sonrientes, y
nos escondimos juntos en el transparente
donde están guardadas las redes ferroviarias.
Estuvimos calladitos hasta que los
cristales se rompieron, ahí Bihué subió
un suspiro. La pobre colocó las uñas en los
breteles para que no se le siguieran cayendo y miró desorbitada los ojalillos rotos que le empezaron a bordear el vestido y le hicieron cosquillas hasta
instalarse en sus pechos erguidos. Cómo se asustó, bajó los ojos y los anteojos se le cayeron en el cáliz de los pezones y se
quedaron ahí, quietos. ¡La flauta! qué calor me dio, escondidos los dos y tan
juntos oliendo nuestros poros.
Bihué no sabía de mí, pensó que era
casual mi estada. Cuando la máquina
entró completa al trituradero seguíamos apelmazados el uno con el otro.
La sensación no fue muy terrible, en
realidad pudimos haberla evitado, pero marcados como estábamos era mejor así.
La gente nos vio salir juntos de la
mano y del desarmadero, era bastante
tarde y seguramente pensaron que veníamos de hacer el amor.
Caminamos bastante rato por las
calles adoquinadas y fuimos a un café a tomar algo caliente.
Bihué habló por primera vez, y yo
también. Nos contamos de nuestras vidas,
y de todo lo que se podía y no se debía. Cuando
el mozo nos vino a cobrar para
cerrar tuvimos que irnos.
De estar escondidos en el
transparente del vagón nos habíamos acostumbrado el uno al otro, así que no fue
difícil alquilar una casa y ser
matrimonio. Rentamos tres hijos, un perro y siete plantas. Cuando pasaron quince años los vecinos ya estaban convencidos de nuestra normalidad y
nadie dijo nada.
Al fin, los chicos se fueron y el
perro se murió. Ahí pudimos hablar de nuevo y volvimos al vagón del
desarmadero. Descubrimos la ventanilla abierta con el cuadro negro del agujero. Nos miramos profundamente y pregunté
a Bihué que quién creía que era yo, ella
se rió y me dijo chistosa “-Nadie. Y yo ¿quién soy?-“. “-Mi costilla-“ le
contesté, mientras los dos, de la mano,
esta vez sí, nos tiramos por la ventanilla negra.
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